19 de mayo 2023
Julie T. González de Kancev
Abogado Magna Cum Laude USM.
Especialista en Derecho Administrativo UCV.
Doctora en Ciencias mención Derecho UCV.
Profesora en la UCV de Derecho Administrativo II y del Seminario de Estado, Seguridad Nacional y Derechos Humanos: una mirada a través del cine.
Asesor jurídico VRAC-UCV.
Gerente de Información, Conocimiento y Talento VRAC-UCV.
“La crueldad tiene corazón humano y rostro humano los celos, el terror la divina forma humana y atuendo humano el secreto”
William Blake
I. Introducción
¿Por qué los abogados deberíamos interpretar obras literarias y cinematográficas? ¿Porqué deberíamos los profesores utilizar las obras literarias y cinematográficas para procurar en nuestros estudiantes una mejor comprensión del derecho? La respuesta es muy sencilla, porque han demostrado ser una herramienta complementaria, muy acertada y valiosa pues facilitan el proceso de alejamiento de la literalidad, del formalismo y de la rigidez que va unida a los estudios de derecho, permitiendo al mismo tiempo un aumento en la creatividad y en la capacidad crítica de los estudiantes, lo que les va a permitir hacer, en su momento, adecuadas interpretaciones jurídicas.
Consideramos que esto es fundamental, pues la interpretación jurídica es, en palabras de Hans Kelsen[i], un procedimiento espiritual que acompaña el proceso de aplicación del derecho, a lo que agregamos que es un acto de creación que por su naturaleza, se opone a la literalidad y a la rigurosidad, siendo en consecuencia una actividad creadora que ordena y que clarifica.
Para Vittorio Frosini[ii], la interpretación jurídica es un procedimiento dialéctico, que se origina, se inicia, se desarrolla y termina entre tensiones y contradicciones que requieren una elección; es una actividad demiúrgica, porque el intérprete actúa como un demiurgo, es decir, como ese Dios que según Platón transformó la materia preexistente del caos convirtiéndola en un cosmos ordenado de conformidad con las ideas, como vemos, nada más alejado de la literalidad y de la rigurosidad.
Ronald Dworkin por su parte, sabiamente afirma que a los abogados nos viene muy bien estudiar interpretaciones literarias y artísticas, entre otras cosas, porque se han defendido muchas más teorías de la interpretación en la literatura que en derecho, incluyendo temas que ponen en entredicho la distinción simple entre la descripción y la evaluación que tanto ha debilitado la teoría del derecho[iii].
Asimismo dice Dworkin que para que los abogados podamos sacar provecho de una comparación entre la interpretación jurídica y la interpretación literaria, deben ver esta última desde cierta perspectiva, y a esta perspectiva él la llama “hipótesis estética” según la cual la interpretación de un texto literario busca mostrar que la lectura es capaz de revelarnos el texto como una verdadera obra de arte, es decir, mostrar la obra como la mejor obra de arte que puede ser[iv]
Estamos convencidos que, la literatura definitivamente puede aumentar nuestra creatividad y capacidad crítica, sacándonos de la rigidez de nuestro pensamiento jurídico, reconciliándonos con el entorno, y permitiéndonos una visión amplia y multidisciplinaria de todo lo que nos rodea; de modo que, atendiendo estas ideas, presentamos este ensayo que no pretende ser exclusivamente jurídico sino más bien interdisciplinario, medianamente holístico, sobre “Doña Bárbara”, obra literaria venezolana que retrata a la perfección un momento histórico que vivió Venezuela y que aún ahora, a pesar del paso del tiempo, tristemente está muy vigente.
II. La historia.
“De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca…de allá vino la trágica guaricha. Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes…en las profundidades de sus tenebrosas memorias, a los primeros destellos de conciencia, veíase en una piragua que surcaba los grandes ríos de la selva orinoqueña. Eran seis hombres a bordo, y al capitán lo llamaba “taita”; pero todos –excepto el viejo piloto Eustaquio- la brutalizaban con idénticas caricias: rudas manotadas, besos que sabían a aguardiente y a chimó”[v].
El autor de esta maravillosa obra es Don Rómulo Gallegos, quien nació el 02-08-1884 y murió el 05-04-1969, considerado como el novelista venezolano más relevante del siglo XX y uno de los más grandes escritores latinoamericanos de todos los tiempos. Doña Bárbara se convirtió en un clásico de la literatura hispanoamericana y en una obra maestra de lectura obligatoria. Rómulo Gallegos tenía vocación jurídica, de hecho, estudió derecho en la Universidad de Caracas, pero tuvo que retirarse por problemas económicos; se dice que en la Semana Santa de 1927, viajó al estado Apure para recabar información para una novela que estaba escribiendo llamada “la Casa de los Cedeño”, no terminó de escribir esa novela y en su lugar escribió otra titulada “La Coronela”, que no publicó pero que dio paso a Doña Bárbara que sale a la luz en 1929.
Juan Liscano en su obra “Rómulo Gallegos y su tiempo”, nos dice que Doña Francisca Vásquez fue la inspiración para el personaje de Doña Bárbara, una mujer que era todo un hombre para jinetear caballos y enlazar cimarrones, codiciosa, supersticiosa, sin grimas para quitarse de por delante a quien le estorbase; y que ésta no era tan perversa ni tan hermosa, sino más bien una mujer obligada por la vida a bregar sola en un hato llanero, amancebada según su buen querer y entender, como corresponde a una vida libre y áspera, en la que tiene la entera responsabilidad de la propia, pues los prejuicios sexuales son característicos de sociedades donde la vida no es propia, sino de otros y de la costumbre. Así la novela se organizó en la mente de Gallegos sustentada en la conjunción del paisaje llanero y la personalidad de Francisca Vásquez[vi].
Ahora bien, para poder comprender el significado y el contenido de Doña Bárbara, tenemos necesariamente que relacionar los temas planteados en ella con la situación histórica del momento en que se desarrolla y su relación con el ordenamiento jurídico vigente para ese entonces. Efectivamente Rómulo Gallegos, cuestiona duramente el orden social y político existente en la época, desde su visión como demócrata civilista, visión política que se ve claramente plasmada en la obra.
La historia se desarrolla durante trece años, entre 1898 y 1911, período de tiempo que transcurre desde que ocurre la tragedia familiar de los Luzardo con la muerte del hermano y del padre de Santos y que trajo como consecuencia su ida para Caracas; hasta su regreso a su Hato Altamira, situado en el Cajón del Arauca[vii].
Santos Luzardo se va del Arauca cuando tenía catorce años y regresa de veintisiete, eran tiempos de paludismo, de caudillismo, de cacicazgos, de ignorancia, de oscuridad y de violencia, durante ese período en nuestro país se promulgaron cuatro Constituciones, las de 1893, 1901, 1904 y 1909. Para el momento del regreso de Santos Luzardo está vigente el texto constitucional de 1909 y la Ley del Llano de 1910.
III. La civilización frente a la barbarie.
“A bordo van dos pasajeros. Bajo la toldilla, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones enérgicas y expresivas prestante gallardía casi altanera. Su aspecto y su indumentaria denuncian al hombre de la ciudad, cuidadoso del buen parecer. Como si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas que lo rodean, a ratos la reposada altivez de su rostro se anima con una expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en la contemplación del paisaje; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca se le contrae en un gesto de desaliento. Su compañero de viaje es uno de esos hombres inquietantes, de facciones asiáticas, que hacen pensar en alguna semilla tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo. Un tipo de razas inferiores, crueles y sombrías, completamente diferente del de los pobladores de la llanura. Va tendido fuera de la toldilla, sobre su cobija, y finge dormir; pero ni el patrón ni los palanqueros lo pierden de vista”[viii]
Así comienza esta historia, con un bongo que remonta el río Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha, con dos pasajeros a bordo, Santos Luzardo que regresa a su Hato Altamira y “El Brujeador” Melquiades Gamarra, espaldero de Doña Bárbara, la cacica del Arauca, la dañera, la devoradora de hombres, la dueña del Hato el Miedo.
Santos Luzardo de 27 años, abogado, respetuoso de la ley, amante del progreso y la civilización, va de regreso al Arauca porque, en principio quería vender la propiedad para irse a Europa, ya que Caracas le estaba quedando pequeña, pero cuando llega a San Fernando de Apure y se entera que su vecina Doña Bárbara, lo había despojado por medio de fraude y violencia tanto de tierras como de reses, la rabia y la impotencia que siente le rebelan el espíritu indómito de llanero, el espíritu de hijo de caciques del llano, y lo impulsa a quedarse en el Arauca para detener tanto abuso, tanta arbitrariedad y tanta injusticia.
Para Santos Luzardo, la cerca era un elemento fundamental de transformación, era una de las formas, de hacer triunfar la civilización, de civilizar la llanura, de civilizar la barbarie; era la forma de luchar contra la anomia entendida como un fenómeno sociológico que corresponde a situaciones caracterizadas por la ruptura frecuente de las normas sociales, en especial de las leyes, lo que trae como consecuencia la proliferación de conductas delictivas. El ambiente descrito en esta obra es absolutamente anómico.
La cerca entonces, “sería el derecho contra la acción todopoderosa de la fuerza, la necesaria limitación del hombre ante los principios”[ix]. La cerca representa el Estado de derecho, donde el poder del Estado está limitado por el derecho y donde las relaciones entre los ciudadanos y el Estado están regidas por el derecho. El Estado de derecho es la cerca, es el muro infranqueable contra los abusos y la arbitrariedad en el ejercicio del poder.
Santos Luzardo era definitivamente un hombre al que no lo asustaban los espantos de la sabana,[x] es decir, que no lo amilanaba la barbarie desatada en esos tiempos en los llanos venezolanos en los momentos en que Venezuela vivía bajo la férrea dictadura de Juan Vicente Gómez, que como ya sabemos gobernó al país durante 27 años. Esta obra denuncia la situación social, política, económica, jurídica, moral y religiosa de los llanos apureños, y la lucha que nos ha acompañado desde nuestros inicios como República: la civilización frente a la barbarie.
Y nos ha acompañado desde siempre, desde nuestros tiempos como Capitanía General, porque no tenemos sino que ver hacia atrás, para darnos cuenta por ejemplo, de las decepciones, sinsabores y enormes dificultades que se enfrentaron en el proceso de gestación de la República, que originaron profundas reflexiones sobre las condiciones ciudadanas requeridas para la concreción de la República y, más importante para su posterior perdurabilidad.
Para nuestro Libertador Simón Bolívar estas condiciones eran la “frugalidad”, esto es, el ser respetuoso de los usos y costumbres propias de un ciudadano; y el “patriotismo”, es decir, el amor a la patria; ambas condiciones necesarias para convertir a los hombres en ciudadanos, es decir en seres virtuosos, para concretar la República[xi].
El orden republicano del Libertador consistía básicamente en una República con unos ciudadanos virtuosos consagrados a ella y a las leyes a las que estarían sometidos. Pero tan ardua y tan dura fue esta tarea que, entristecido, llega a plantearse la imposibilidad de crear la República a causa, precisamente, de la ausencia de virtud en los futuros ciudadanos, porque para él los individuos de estas tierras estaban irremediablemente sumidos en el triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y el vicio, sin haber podido adquirir, ni saber, ni poder, ni virtud,[xii] es decir, estaban sumidos en la barbarie.
De modo que ante la ausencia de “frugalidad”, la virtud que nuestro Libertador busca instalar en los individuos es la del “amor a la patria” o patriotismo, que luego denominó como el “fuego sagrado de la libertad”, esperando que les hiciera amar la República y consagrarse a ella. Es así como exalta la moral republicana de los individuos que participan en la guerra de independencia, porque ellos demostraron su condición republicana, no sólo por estar dispuestos a dar la vida por la República sino por el heroísmo que ello implicaba[xiii].
Creemos que esa es la razón por la que, hemos tenido a lo largo de toda nuestra historia republicana una patria que exalta a los guerreros y una especie de relación disfuncional de amor y odio hacia los uniformados que portan las armas de la República; y la razón por la que además, como sociedad, no hemos terminado de comprender que ni la guerra ni la independencia eran un fin en sí mismas, sino que el fin último era la construcción de una República, y que tanto la guerra como la independencia fueron el medio para lograr la República Liberal y vencer la barbarie, basada en cinco valores republicanos: libertad, igualdad, la propiedad, seguridad y justicia.[xiv]
Pero el problema era básicamente la coexistencia de una República de ideales liberales con una sociedad atrasada que creía firmemente que los hombres de armas representaban la solución a los problemas. Así las cosas, Doña Bárbara nos enfrenta con esa barbarie, con esa falta de valores republicanos representada por:
La ruina del llano: Las guerras, revoluciones, alzamientos y levantamientos ocurridos a lo largo de todo el Siglo XIX en Venezuela, entre otros factores, arruinaron el llano; veamos brevemente: entre 1810 y 1825 la Guerra de Independencia; del 7 de junio de 1835 al 1 de marzo de 1836 la Revolución de las Reformas; del 1 de septiembre de 1846 al 25 de mayo de 1847 la Insurrección Campesina; del 1 al 15 de marzo de 1858 la Revolución de Marzo; del 20 de febrero de 1859 al 22 de mayo de 1863 la Guerra Federal; seguidamente de 1867 a 1868 la Revolución Azul; luego del 14 de febrero al 27 de abril de 1870 la Revolución de Abril; de octubre de 1874 a febrero de 1875 la Revolución de Coro; del 29 de diciembre de 1878 al 13 de febrero de 1879 la Revolución Reivindicadora; del 11 de marzo al 6 de octubre de 1892 la Revolución Legalista; en 1898 el Alzamiento del Mocho Hernández con la Revolución de Queipa; posteriormente del 23 de mayo al 23 de octubre de 1899 la Revolución Restauradora encabezada por Cipriano Castro quien toma el poder de 1899 a 1908; y finalmente de 1908 a 1935 la Dictadura de Gómez, que es la época histórica en que se desarrolla la novela.
La falta de libertad: a causa de la dictadura de Juan Vicente Gómez, que duró 27 años y comprendió tres etapas definidas por el tratamiento que dio a los problemas políticos que hubo de confrontar, y particularmente el período comprendido entre 1908 y 1913, que es la época en que se desarrolla esta historia, ha sido denominado como el período de su consolidación en poder, pues durante ese tiempo se enfrentó a las aspiraciones de retorno del derrocado presidente Cipriano Castro, así como a los políticos liberales amarillos y nacionalistas que integraban el Consejo de Gobierno y que eran adversarios a su reelección en los comicios de 1914[xv].
La crueldad es la nota más siniestra de las tiranías, el autócrata afirma sin pudor que la República entera le pertenece, y considera que son suyos los bienes, la vida, la libertad y el honor de la población (sus súbditos), por lo que no resulta extraño que los ciudadanos injustamente encarcelados piensen que su libertad es “merced” del tirano[xvi].
Lo cierto es que Juan Vicente Gómez, tirano al fin, impuso una dura represión a una población rural empobrecida y atrasada, de modo que no había cabida para la existencia de ese ámbito de conciencia individual, esa esfera libre de la coacción del poder del Estado, que se llama libertad; y no existía porque sencillamente tampoco existía Estado de derecho para garantizarla.
El Latifundio: definido como grandes extensiones de tierra en manos de un solo propietario. Tras la independencia las tierras pasan de manos españolas a manos criollas, este cambio de titularidad no modificó la estructura latifundista de las mismas, de modo que aquí se cumplía la máxima que la propiedad era el origen de la desigualdad. Así las cosas, ir a la guerra era la forma más fácil de acceder a la tierra y de ascender socialmente, porque los que iban a la guerra recibían como pago por sus servicios extensiones de tierra, esto es lo que se conoce como haberes militares.
Por supuesto, se accedía a grandes extensiones de tierra mediante compra, pero también se accedía por despojo y apropiación, sobre todo por la ausencia de cercas, además de la ambigüedad y oscuridad en los límites, la falta de precisión en los mismos originaba trágicos enfrentamientos entre vecinos. La aproximación más clara de la idea del latifundio la tenemos en este pasaje: “Artera fue la táctica empleada por doña Bárbara cuando recibió aquella carta donde Luzardo le participaba su determinación de cercar Altamira. Nada podía agradarle menos que esta noticia de un límite, a quien, cuando se le ponderaba su ambición de dominio, solía replicar socarronamente: –Pero si yo no soy tan ambiciosa como me pintan… Yo me conformo con un pedacito de tierra nada más: el necesario para estar siempre en el centro de mis posesiones dondequiera que me encuentre”[xvii].
La clase latifundista formada en la Venezuela colonial, modificada por la guerra de independencia y posteriormente por la aparición del petróleo, constituyó un grupo social históricamente estable y, en esa época según algunos historiadores, contaba con una estructura fundamentada en la propiedad de la riqueza territorial agraria en condiciones de atraso y de escasa inversión de capital, y en la explotación de la masa rural sometida a relaciones de trabajo y producción equivalente a formas de servidumbre y modalidades de tributo feudal[xviii].
El caudillismo: El caudillo es alguien que, apoyándose en su propia organización, se eleva a posiciones de poder, y desde ellas aspira al gobierno, la riqueza y la legitimación[xix].
La violencia es su campo de cultivo, emerge de la fractura del orden tradicional y está ligado a la emergencia y a la crisis. Se hace particularmente visible en el siglo XIX, cuando a consecuencia de tantas guerras, revoluciones, alzamientos y levantamientos, desaparece el dique de contención que era el ejercicio legítimo del poder y los atributos de la paz pasan a un plano inferior, pues la sociedad aprecia más la bravura, la intrepidez y el arrojo que la civilidad y el talento. No podemos olvidar que en medio de tanta violencia se había perdido una gran parte de la población incluyendo a los líderes, por lo que existía un vacío de liderazgo, de modo que, el nuevo líder era el caudillo y sus principales atributos eran ser autoritario, elemental y arbitrario[xx], y esos eran los signos distintivos de esos tiempos.
El caciquismo y la violencia: representado por el absoluto desprecio hacia la Ley, particularmente hacia la Ley del Llano[xxi], al extremo de llamarla la Ley de Doña Bárbara porque, en la historia, ella pagó para que la hicieran a su medida. Encontramos que los Luzardo fueron los primeros Caciques del Arauca que luego fueron sustituidos por Doña Bárbara. El caciquismo está dramáticamente plasmado en lo siguiente “–¿Acusación? ¿Y quién ha dicho que se necesita acudir a las autoridades? ¿No eres un Luzardo? Haz lo que siempre hicieron todos los Luzardos: mata a tu enemigo. La ley de esta tierra es la bravura armada; hazte respetar con ella. Mata a esa mujer que te ha jurado la guerra. ¿Qué esperas para matarla?”[xxii]. Se acababa con un cacicazgo y aparecía otro, un tipo de violencia sustituía a otra.
La ignorancia, el atraso y la irracionalidad: que se hace patente en la religiosidad mezclada con supersticiones, premoniciones y brujerías. Lo vemos en la historia de la maldición del palmar de la chusmita que era el alma en pena de la india hija del cacique de la comunidad yarura que allí habitaba hasta que Don Evaristo Luzardo, El Cunavichero, les arrebató sus tierras a sangre y fuego, lo que motivó que el cacique yaruro maldijera el palmar y a los descendientes de ese Luzardo; lo vemos también en el rito barbárico del entierro del familiar, que era un toro o caballo que enterraban vivo cuando se fundaba un hato para que su espíritu velase por la tierra y por los dueños.
Lo vemos además, en el Socio de Doña Bárbara que en realidad era el Nazareno de Achaguas, pero que para ella era una especie de demonio familiar que la protegía, aconsejaba y la prevenía de peligros: “En cuanto a la conseja de sus poderes de hechicería, no todo era tampoco invención de la fantasía llanera. Ella se creía realmente asistida de potencias sobrenaturales y a menudo hablaba de un «Socio» que la había librado de la muerte, una noche, encendiéndole la vela para que se despertara a tiempo que penetraba en su habitación un peón pagado para asesinarla, y que desde entonces se le aparecía a aconsejarle lo que debiera hacer en las situaciones difíciles o a revelarle los acontecimientos lejanos o futuros que le interesara conocer. Según ella, era el propio milagroso Nazareno de Achaguas; pero lo llamaba simplemente y con la mayor naturalidad: «El Socio», y de aquí se originó la leyenda de su pacto con el diablo. Mas, Dios o demonio tutelar, era lo mismo para ella, ya que en su espíritu, hechicería y creencias religiosas, conjuros y oraciones, todo estaba revuelto y confundido en una sola masa de superstición, así como sobre su pecho estaban en perfecta armonía escapularios y amuletos de los brujos indios, y sobre la repisa del cuarto de los misteriosos conciliábulos con «el Socio», estampas piadosas, cruces de palma bendita, colmillos de caimán, piedras de curvinata y de centella, y fetiches que se trajo de las rancherías indígenas consumían el aceite de una común lamparilla votiva”[xxiii].
Queda plasmado particularmente cuando Doña Bárbara en el cuarto de los conjuros, donde tenía mezclados arbitrariamente imágenes religiosas y amuletos de brujería, se intenta amarrar a la cintura el cordel con las medidas de Santos Luzardo para que éste fuera a ella con sus pasos contados: “En la habitación de los conjuros, ante la repisa de las imágenes piadosas y de los groseros amuletos, donde ardía una vela acabada de encender, doña Bárbara, de pie y mirando el guaral que medía la estatura de Luzardo; musitaba la oración del ensalmamiento: –Con dos te miro, con tres te ato: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo» ¡Hombre! Que yo te vea más humilde ante mí que Cristo ante Pilatos. Y deshaciendo el ovillo, se disponía a ceñirse el cordel a la cintura, cuando de pronto se lo arrebataron de las manos. Se volvió bruscamente y se quedó paralizada por la sorpresa. Era la primera vez que se encontraban frente a frente madre e hija desde que Lorenzo Barquero fue obligado a abandonar aquella casa. Ya sabía doña Bárbara que Marisela era otra persona desde que estaba en Altamira, pero a la sorpresa de la aparición intempestiva se añadió la que le produjo la hermosura de la hija, y esto no le permitió precipitarse sobre ella a recuperar el cordel. Ya iba a hacerlo, pasado el momentáneo desconcierto, cuando Marisela volvió a detenerla, exclamando: –¡Bruja! Tal como dos masas que chocan, saltan en el encontronazo y caen luego desmoronadas, confundiendo sus fragmentos, así sucedió en el corazón de doña Bárbara cuando en los labios de la hija estalló el epíteto infame, que nadie fuera osado a pronunciar en su presencia. El hábito del mal y el ansia del bien, lo que ella era y lo que anhelaba ser para que pudiese amarla Santos Luzardo, chocaron, se encresparon y se confundieron, deshechos, en una masa informe de sentimientos elementales. Entretanto, Marisela se había precipitado a la repisa y echado al suelo de una sola manotada toda la horrible mezcla que allí campaba: imágenes piadosas, fetiches y amuletos de los indios, la lamparilla que ardía ante la estampa del Gran Poder de Dios y la vela de la alumbradora, mientras con una voz ronca, de indignación y de llanto contenido, rugía: –¡Bruja! ¡Bruja! Enfurecida, rugiente, doña Bárbara se le arrojó encima, le sujetó los brazos y trató de arrebatarle la cuerda. La muchacha se defendió, debatiéndose bajo la presión de aquellas manos hombrunas que ya le desgarraban la blusa, desnudándole el pecho virginal, para apoderarse de la cuerda que había ocultado en el regazo, cuando una voz reposada y enérgica ordenó: –¡Déjela! Era Santos Luzardo, que acababa de aparecer en el umbral de la puerta. Obedeció doña Bárbara y con un sobrehumano esfuerzo de disimulación trató de transformar en afable su faz siniestra; pero en vez de una sonrisa apareció en su rostro una mueca fea y triste de propósito fallido”.[xxiv] No olvidemos que ella se creía verdaderamente asistida por poderes sobrenaturales, de modo que podemos ver claramente la mezcla entre religión y primitivismo.
Asimismo en esta obra, Rómulo Gallegos denuncia las violaciones flagrantes al ordenamiento jurídico vigente para ese entonces propias del régimen dictatorial y la consecuente ausencia de libertades que se vivía en la época y que en el ámbito administrativo pueden ser resumidas de la siguiente manera:
Abuso de poder, vías de hecho, mala administración, corrupción, despotismo y tráfico de influencias: Todas estas violaciones encarnadas en esta historia en el Cnel. Pernalete que es el jefe civil y en el Bachiller Mujica (Mujiquita) que es el secretario. El Código Orgánico del Régimen Político del Estado Apure de 1910, vigente para ese momento, establecía en su artículo 6 que en cada Distrito existía un jefe civil de libre elección y remoción del presidente del Estado (que en la novela era amigo de Doña Bárbara ya que le había salvado a un hijo con unos bebedizos); establecía además que para ser jefe civil se requería ser venezolano y mayor de 21 años, saber leer y escribir y estar en goce de sus derechos civiles y políticos.
Sin embargo, el jefe civil de esta historia: “Se parecía a casi todos los de su oficio, como un toro a otro del mismo pelo, pues no poseía ni más ni menos de lo que se necesita para ser jefe civil de pueblos como aquél: una ignorancia absoluta, un temperamento despótico y un grado adquirido en correrías militares. De coronel era el que había ganado en las de su juventud; pero aunque sus amigos y servidores tendían a darle a veces el de general, el resto de la población del Distrito prefería llamarlo: Ño Pernalete”.[xxv]
Asimismo, el jefe civil tenía para su despacho un secretario al que podía elegir y destituir libremente, que en nuestra historia es el bachiller Mujiquita, que pierde su trabajo por ayudar a Santos Luzardo contra Doña Bárbara y Mister Danger, pero que luego recobra los favores del Cnel. Pernalete, y es nombrado Juez de Distrito, un juzgado al que nadie tenía costumbre de asistir.
Así las cosas, el jefe civil concebía la justicia como sólo la puede entender un bárbaro: “lo que yo he visto siempre es que donde se meten un juez y un abogado, si uno los deja de su cuenta, lo que estaba claro se pone turbio, y lo que iba a durar un día, no se acaba en un año. Por eso yo, cuando se presenta por aquí un litigio, me informo por la calle quien es el que tiene la razón y me vengo aquí y le digo al señor: Bachiller Mujica, quien tiene la razón es fulano. Sentencie ahora mismo en favor suyo…y al decir así descargó todo el peso de su dictatorial machete sobre el escritorio del juez, de donde lo había tomado previamente, para reproducir con todos sus detalles la escena que refería… Como bien dijo Santos Luzardo: también es verdad que no existirían ño Pernaletes si no existieran…iba a decir: Mujiquitas; pero comprendió que aquel infeliz era también una víctima de la barbarie devoradora de hombres”.[xxvi]
Esto no es otra cosa que conductas propias del régimen dictatorial existente, pues si es cierto que la intolerancia habita en el corazón de todos los ciudadanos por muy demócratas que se declaren, imaginemos entonces qué es lo habita en el corazón de los tiranos, sobre todo cuando la ley está del lado del poder y no del lado de la libertad, por lo que consecuentemente la Administración está al servicio del poder y no de los ciudadanos transformándose en un obstáculo para su libertad, lo que es propio de un régimen administrativo autoritario basado en su poder coactivo.
Lo cierto es que el abuso de poder, las vías de hecho, la mala administración, la corrupción, el despotismo y el tráfico de influencias, antes y ahora, representan una violación flagrante a los derechos humanos y están directamente relacionadas con el ejercicio autoritario del poder y por supuesto tienen un impacto devastador sobre las instituciones jurídicas, sociales, políticas y económicas del país al exacerbar la desigualdad y la pobreza, pues desplazan el interés general de la población por el interés personal de los que ejercen el poder y de sus allegados.
Por su parte en el ámbito penal también encontramos una gran variedad de delitos cometidos durante todo el desarrollo de la novela, a saber:
Contrabando disimulado de comercio lícito cuando en la piragua del taita de Barbarita se transportaba mercancía con sus respectivos permisos, tales como aguardiente, telas y comestibles de Ciudad Bolívar hasta Río Negro, y de regreso venía cargada de Sarrapia, que es un árbol cuya semilla es una almendra de la que se obtiene un producto que se llama la “cumarina” que se utiliza en la perfumería y para aromatizar ciertos tipos de tabaco; y del Balatá o caucho…manchados de sangre.
Homicidio: de Asdrúbal (el gran amor de Barbarita), del Capitán (el taita de Barbarita), del Sapo (el segundo del Capitán), de Sebastián Barquero (esposo de Panchita Luzardo y padre de Lorenzo Barquero), de Félix Luzardo (hermano de Santos Luzardo), del Cnel. Apolinar (amante de Doña Bárbara), de Carmelito López y de su hermano Rafael (peones de Altamira), de Balbino Paiba (mayordomo del Miedo) y de Melquiades Gamarra (espaldero de Doña Bárbara).
Violación de Barbarita por tres hombres, lo que la convierte en la dañera, en la devoradora de hombres: “Era la rebelión que hacía tiempo venía preparándose por causa de la perturbadora belleza de la guaricha; pero el capitán no se atrevió a sofocarla en el acto, pues comprendió que aquellos tres hombres estaban de acuerdo y resueltos a todo, y aplazó el escarmiento para cuando regresara el Sapo, con cuya ciega adhesión contaba. Barbarita, como se diese cuenta también de las siniestras intenciones del taita, miró a los rebeldes como a sus salvadores y corrió hacia ellos; más, al advertir cómo la miraban, se detuvo, con el corazón helado por el terror, y maquinalmente tornó al sitio donde la dejara Asdrúbal. De pronto cantó el «yacabó», campanadas funerales en el silencio desolador del crepúsculo de la selva, que hielan el corazón del viajero. –Ya-cabó… Ya-cabó… ¿Fue el canto agorero del ave o el propio gemido mortal de Asdrúbal? ¿Fue la descarga repentina de la prolongada tensión nerviosa, o la sideración, misteriosamente transmitida a distancia, de un golpe mortal que en aquel momento recibía otro cuerpo: el tajo del Sapo en el cuello de Asdrúbal? Ella sólo recordaba que había caído de bruces, derribada por una conmoción subitánea y lanzando un grito que le desgarró la garganta. Lo demás sucedió sin que ella se diese cuenta, y fue: el estallido de la rebelión, la muerte del capitán y en seguida la del Sapo, que había regresado solo al campamento, y el festín de su doncellez para los vengadores de Asdrúbal. Cuando, ahogándose en la sofocación de la carrera, el viejo Eustaquio llegó en su auxilio al grito lanzado por ella, ya todos estaban hartos, y uno decía: –Ahora podemos vendérsela al turco, aunque sea por las veinte onzas que ofreció enantes”[xxvii].
Instigación para delinquir: de Panchita Luzardo hacia su hijo Lorenzo Barquero cuando le pide que regrese a vengar la muerte de su padre; y de Lorenzo Barquero que instiga a su primo a Félix Luzardo contra su Padre José Luzardo.
Prevaricación de los abogados de Santos Luzardo que se aliaron con Doña Bárbara para despojarlo de su propiedad.
Como si todo lo anterior fuera poco, también a lo largo de toda la historia, vemos como se consuman otros delitos tales como lesiones personales, abigeato, robo, aprovechamiento de cosas provenientes de delito, asociación para delinquir, hacerse justicia por propia mano, en fin, la impunidad, que por sí misma es una violación flagrante a los derechos humanos; pudiéndose distinguir tres tipos de impunidad, a saber, ausencia de castigo penal o impunidad penal; ausencia de condena moral o impunidad moral, y el desconocimiento de la verdad o impunidad histórica[xxviii].
En pocas palabras en esta obra se refleja la barbarie telúrica de Venezuela, cuya existencia le dolía a Rómulo Gallegos en su angustia de civilista, esa patria de violencia que dañaba a sus mejores hijos y alentaba y premiaba los arrebatos del hombre de presa, el zarpazo del guerrillero, la crueldad del dictador y sus apetitos rapaces[xxix].
En este sentido, la profesora Cosimina Pellegrino, en un artículo titulado breves reflexiones sobre el aporte de la literatura para la mejor enseñanza y aprendizaje del derecho, dice que Gallegos plantea en Doña Bárbara la necesidad del reconocimiento del imperio de la Ley por sobre las voluntades y pasiones particulares, y que expone en esta obra el orden de la legalidad encarnado por Santos Luzardo quien representa derecho, progreso y civilización, frente a un orden ilegal personificado por Doña Bárbara que representa la violencia y la barbarie[xxx].
Con respecto a la amplia gama de delitos que aparecen en la historia, Elio Gómez Grillo afirma que el delito en todas sus formas y manifestaciones constituye la composición general y trama funcional de esta novela pues la figura principal que le da nombre a la obra se forja sobre los mecanismos fenoménicos del delito[xxxi]. Su condición victimógena la transforma, dentro de un proceso criminogenético, en una personalidad delincuente. Primero es Barbarita, unidad victimal, sujeto pasivo de actos lascivos de naturaleza inclusive incestuosa, ya que su “taita” participa en ellos. Después es testigo, virtualmente, del brutal asesinato de su novio Asdrúbal. Violada colectivamente de inmediato, comienza a forjarse allí su personalidad criminal.
Para Gómez Grillo, una vez más se repite el axioma criminológico: en todo gran delincuente ha habido una gran víctima. Concluyendo que el muestrario delictivo que contiene Doña Bárbara es tan elevado que difícilmente admite parangón. Si no fuese todo lo que es, bastantes virtudes detenta como para que pudiese constituir una muestra ejemplar de novela de delitos, quizás la gran novela de la delincuencia rural venezolana, referida a una época y a una región: la llanera[xxxii].
Ciertamente, no podemos obviar que ella fue verdaderamente una víctima, una mujer violada por tres hombres, con todas las consecuencias físicas y emocionales que derivan de ello: “Algo semejante ha acontecido en la vida de Barbarita. El amor de Asdrúbal fue un vuelo breve, un aletazo apenas, a los destellos del primer sentimiento puro que se albergó en su corazón, brutalmente apagados para siempre por la violencia de los hombres, cazadores de placer. De sus manos la rescató aquella noche Eustaquio –viejo indio baniba que servía de piloto en la piragua, sólo por estar cerca de la hija de aquella mujer de su tribu, que, a la hora de sucumbir a los crueles tratos del capitán, le recomendó que no le abandonase a la guaricha–; pero ni el tiempo, ni la quieta existencia de la ranchería donde se refugiaron, ni el apacible fatalismo que el son de los tristes yapururos removía por instantes en su alma india, habían logrado aplacar la sombría tormenta de su corazón: un ceño duro y tenaz le surcaba la frente, un fuego maligno le brillaba en los ojos. Ya, sólo rencores podían abrigar su pecho, y nada la complacía tanto como el espectáculo del varón debatiéndose entre las garras de las fuerzas destructoras. Maleficios del Camajay-Minare –siniestra divinidad de la selva orinoqueña– el diabólico poder que reside en las pupilas de los dañeros y las terribles virtudes de las hierbas y raíces con que las indias confeccionan la pusana para inflamar la lujuria y aniquilar la voluntad de los hombres renuentes a sus caricias, apasiónanla de tal manera, que no vive sino para apoderarse de los secretos que se relacionen con el hechizamiento del varón. También la iniciaron en su tenebrosa sabiduría toda la caterva de brujos que cría la bárbara existencia de la indiada. Los ojeadores que pretenden producir las enfermedades más extrañas y tremendas sólo con fijar sus ojos maléficos sobre la víctima; los sopladores, que dicen curarlas aplicando su milagroso aliento a la parte dañada del cuerpo del enfermo; los ensalmadores, que tienen oraciones contra todos los males y les basta murmurarlas mirando hacia el sitio donde se halla el paciente, así sea a leguas de distancia, todos le revelaron sus secretos, y a vuelta de poco, las más groseras y extravagantes supersticiones reinaban en el alma de la mestiza”[xxxiii].
Otro tema central en esta obra es el de la propiedad; a este respecto, Francisco Javier Yanes[xxxiv], en su obra “Manual político del venezolano”, ya para 1839, defendía la tesis de que la propiedad era el origen de la desigualdad de condiciones entre los hombres y que la igualdad debe ser sacrificada a la propiedad, porque la propiedad es el más sagrado de todos los derechos del hombre, y el fundamento mayor de toda asociación política[xxxv].
En este punto, se hace necesario recordar que siempre la propiedad privada y la libertad individual han sido dos conceptos inseparables a lo largo de la historia, pues sin propiedad privada no hay libertad individual en virtud que la función de la propiedad debe ser asegurar a su titular una esfera de libertad en el campo económico.
De modo que entendiendo que la propiedad privada es una herramienta fundamental para salir de la pobreza, podemos entender su valor para las personas, particularmente en medio de la ruina moral y económica de un país devastado por las guerras, alzamientos y revoluciones, y lo que estaban dispuestos a hacer para alcanzarla y para conservarla.
Siendo ello así, en la novela Doña Bárbara la lucha por la propiedad gravita en torno a los Hatos Altamira y el Miedo, cuyos elementos definitorios eran grandes extensiones de tierra, grandes cantidades de ganado, rivalidad entre los dueños y los empleados de ambos Hatos, y la ausencia de cercas que los delimitaran, todo este coctel sazonado por un absoluto desprecio hacia la Ley por parte de la dueña del Hato El Miedo, y por unas autoridades sin miramientos para ejercer el poder de manera autoritaria y despótica.
Definitivamente, en esta historia el origen de los problemas con respecto a la propiedad era la ausencia de cercas que establecieran los límites de esta, porque para la Ley del Llano de 1910 (Ley de Doña Bárbara), sólo los que poseyeran menos de una legua de sabana de terrenos tenían la obligación de cercar; de modo que, los que poseían más de esa extensión no tenían la obligación de cercar. Es importante aclarar que una (1) legua de sabana corresponde a dos mil quinientas (2.500) hectáreas y una (1) hectárea corresponde a diez mil metros cuadrados (10.000 m²).
Además, de conformidad con la Ley del Llano sólo los que poseían una o más leguas de sabana y herraban anualmente cien becerros al pie de sus madres, tenían derecho a cazar (cachilapear) y herrar orejanos (ganado sin marcas en las orejas) y bestias mostrencas (caballos salvajes). Para el resto, es decir, los que no poseían esa extensión de terrenos, cazar y herrar orejanos y mostrencos era un delito.
No podemos dejar de mencionar que, en el llano, de conformidad con la costumbre de esa época, propiedad que se movía no era propiedad, de modo que tanto las reses como los caballos salvajes era de quien los cazaba, ya que lo único que daba fe sobre la propiedad de la res era el hierro, siempre que estuviere debidamente empadronado porque incluso las señales, no tenían importancia alguna.
Era muy cierto que, la cerca evitaría todas estas arbitrariedades, pero existía mucha resistencia al cambio, particularmente mucha resistencia a esta idea civilizadora, lo vemos cuando Antonio Sandoval le dice a Santos Luzardo: “Puede que usted tenga razón, pero para eso sería menester cambiar primeramente el modo de ser del llanero. El llanero no acepta la cerca. Quiere su sabana abierta como se la ha dado Dios, y la quiere, precisamente, para eso: para cachilapiar cuanto bicho le caiga en el lazo. Si se le quita ese gusto, se muere de tristeza. Un llanero está contento cuando puede decir: hoy cachilapié tantas reses, y no le importa que su vecino esté diciendo allá lo mismo, porque el llanero siempre cree que sus bichos están seguros y que los que se coge el vecino son de otro”[xxxvi].
IV. La Esperanza.
“Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no alcemos a verlo; pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea”[xxxvii].
La esperanza de cambio representada en Marisela, rescatada de la barbarie por virtud del amor y de la voluntad civilizadora[xxxviii]. El Código Civil de 1896 establecía la obligación del padre y la madre a mantener a sus hijos legítimos, a los adoptivos y a los ilegítimos reconocidos legalmente, pero nada decía respecto a los hijos naturales (no reconocidos). Marisela era la hija de Doña Bárbara y Lorenzo Barquero, una criatura montaraz, greñuda, mugrienta, descalza y mal cubierta por un traje vuelto jirones, abandonada por su madre, criada por su padre alcohólico en un rancho lleno de miseria, rescatada de la miseria y del abandono por su primo Santos Luzardo; Marisela se convirtió en lo mejor de él mismo, puesto en otro corazón[xxxix].
A Marisela la presentó su padre solamente y no hizo mención de la madre, que la apartó de su lado apenas nació: “Ni aun la maternidad aplacó el rencor de la devoradora de hombres; por el contrario, se lo exasperó más: un hijo en sus entrañas era para ella una victoria del macho, una nueva violencia sufrida, y bajo el imperio de este sentimiento concibió y dio a luz una niña, que otros pechos tuvieron que amamantar, porque no quiso ni verla siquiera, no la quiso ni amamantar, no la quiso ver siquiera, porque un hijo en sus entrañas era para ella una victoria del macho, una nueva violencia sufrida”[xl].
Marisela, en consecuencia, no tenía derecho a la protección de su madre al no aparecer en la partida de nacimiento como hija suya, sin embargo, antes de desaparecer Doña Bárbara del Arauca, fue capaz de un único acto de amor maternal: “¿Quiere decir que he perdido el tiempo al entregar mis obras? Pues las recojo otra vez, y con ellas, ¡hasta la tumba! Pero veremos quién triunfa. Todavía no ha nacido quien pueda arrebatarme lo que ya he dicho que me pertenecerá. ¡Primero muerta que derrotada! Así llegó hasta las fundaciones de Altamira. Al favor de la obscuridad de la noche se acercó a la casa, y por la puerta que daba al corredor delantero vio a Luzardo sentado a la mesa con Marisela. Ya habían concluido de comer; él hablaba y ella escuchaba, mirándolo embelesada, los codos sobre la mesa, las mejillas entre las manos. Doña Bárbara avanzó hasta el alcance de un tiro de revólver. Detuvo el caballo. Despacio y con fruición asesina, sacó el arma de la cañonera de la montura y apuntó al pecho de la hija, que hacía blanco a la luz de la lámpara. De pura luz de estrellas era la chispa que brillaba en la mira, entre la tiniebla alevosa, ayudando al ojo torvo a buscar el corazón de Marisela; más, como si en aquel diminuto destello gravitara todo el peso del astro de donde irradiaba, el arma bajó sin haber disparado, y lentamente volvió a la cañonera de la montura. Puesto el ojo en la mira que apuntaba al corazón de la muchacha embelesada, doña Bárbara se había visto de pronto a sí misma bañada en el resplandor de una hoguera que ardía en una playa desierta y salvaje, pendiente de las palabras de Asdrúbal, y el doloroso recuerdo le amansó la fiereza. Se quedó contemplando largo rato a la hija feliz, y aquella ansia de formas nuevas que tanto la había atormentado tomó cuerpo en una emoción maternal, desconocida para su corazón. –Es tuyo. Que te haga feliz”[xli]
Finalmente, la reconoce como su hija y la nombra su única heredera: “La noticia corre de boca en boca: ha desaparecido la cacica del Arauca. Se supone que se haya arrojado al tremedal, porque hacia allá la vieron dirigirse, con la sombra de una trágica resolución en el rostro; pero también se habla de un bongo que bajaba por el Arauca, y en el cual alguien creyó ver una mujer. Lo cierto era que había desaparecido, dejando sus últimas voluntades en una carta para el doctor Luzardo, y la carta decía: «No tengo más heredera sino mi hija Marisela, y así la reconozco por ésta, ante Dios y los hombres. Encárguese usted de arreglarle todos los asuntos de la herencia”[xlii].
Es así como desaparece del Arauca el nombre del Miedo y todo vuelve a ser Altamira, con la llegada del alambre de púas para la cerca y con él la esperanza. Esa esperanza victoriosa en el final de la novela, representada por el triunfo del amor de Doña Bárbara hacia Asdrúbal, aquel amor frustrado que pudo hacerla buena, y que efectivamente la hizo buena cuando ella, por un instante, se ve reflejada en su hija enamorada y decide retirase y dejarle el camino libre para que haga su vida y sea feliz con Santos Luzardo.
Esperanza representada además, por el triunfo civilizador con la llegada de la cerca, que representa al Estado de derecho imponiéndose sobre el autoritarismo. Este final feliz de la novela nos hace pensar que el autor también esperaba un final feliz para el país, representado para ese momento con el fin de la dictadura y la consolidación del imperio de la ley y del respeto a los derechos como límite al ejercicio del poder.
Final feliz que aun hoy, seguimos esperando, porque nuestro pasado autoritario es ese fantasma que nos acecha y que no termina de irse, un pasado lleno de violencia fratricida con una patria que venera a sus héroes guerreros y no a sus héroes civiles, y es así porque nuestro pasado está escrito en clave de héroes primero, y de caudillos después.
Por mucho que avancemos ese pasado autoritario siempre nos espera delante de nosotros, antes y ahora la actuación estatal genera violencia y crisis política, económica y social, lo que se traduce en abuso de poder y en violaciones sistemáticas de derechos humanos, socavando el imperio de la ley y atentando contra el Estado de derecho, y lamentablemente, no hemos podido colocar la “cerca” que detenga el ejercicio autoritario del poder en Venezuela.
[i] Kelsen, Hans, Teoría Pura del Derecho, traducción de la segunda edición en alemán. Ciudad de México: Editorial Porrúa y Universidad Autónoma de México, 1991. p. 349.
[ii] Frosini, Vittorio, Teoría de la Interpretación Jurídica, segunda edición. Bogotá: Editorial Temis, 2018, pp. 12-13.
[iii] Dworkin, Ronald, La decisión judicial: El debate Hart-Dworkin. Bogotá: Siglo del Hombre Editores. Universidad de los Andes, 1997.
[iv] “Cómo el derecho se parece a la literatura”, Dworkin, Ronald, La decisión judicial, op. cit.
[v] Gallegos, Rómulo, Doña Bárbara. Caracas: Petróleos de Venezuela, 1984, pp. 39
[vi] Liscano, Juan, Rómulo Gallegos y su Tiempo. Caracas: Monte Ávila Editores, 1969, p. 103.
[vii] Un Cajón es una porción de tierra entre dos ríos, en este caso el Cajón del Arauca está situado entre el Río Arauca y el Río Capanaparo.
[viii] Gallegos Rómulo, Doña Bárbara, op. cit, pp.15-16.
[ix] Ibidem, p.148.
[x] Ibídem, p. 22.
[xi] Guerrero, Carolina, Liberalismo y Republicanismo en Bolívar (1819-1830). Caracas: Universidad Central de Venezuela, 2005.
[xii] Bolívar, Simón, Discurso de Angostura. 1819. Disponible en: https://biblioteca.org.ar/libros/1230.pdf
[xiii] Torres, Ana, La Herencia de la Tribu (del mito de la Independencia a la República Bolivariana). Caracas: Editorial Alfa, 2011, p. 16.
[xiv] Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Constitución Federal para los Estados de Venezuela de 1811. (s.f.). Disponible en: https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/constitucion-federal-de-los-estados-de-venezuela-21-de-diciembre-1811/html/86de8dbc-4b14-4131-a616-9a65e65e856a_2.html
[xv] Fundación Polar, Diccionario de Historia de Venezuela, tomo II, segunda edición. Caracas: Fundación Polar, 1997, p. 519.
[xvi] Salcedo Bastardo, José Luis, Historia Fundamental de Venezuela, undécima edición. Caracas: Ediciones de la Biblioteca EBUC, 2006, pp. 422-423
[xvii] Gallegos Rómulo, Doña Bárbara, op. cit, p. 167.
[xviii] Brito Figueroa, Federico, Historia Económica y Social de Venezuela, tomo II. Caracas: Ediciones de la Biblioteca EBUC, 2005, pp. 564-565.
[xix] Torres, Ana, La Herencia de la Tribu, op. cit., p. 46
[xx]Salcedo Bastardo, José Luis, Historia Fundamental de Venezuela, op. cit., pp. 327-328.
[xxi] Ley de Llano del Estado Apure, de fecha 19-03-1910.
[xxii] Gallegos Rómulo, Doña Bárbara, op. cit, p. 241
[xxiii] Ibídem, pp. 52-53
[xxiv] Ibídem, p. 288
[xxv] Ibídem, p. 175.
[xxvi] Ibídem, p. 318.
[xxvii] Ibídem, pp. 44-45
[xxviii] Comité de Familiares de Víctimas del Caracazo, Organización No Gubernamental. Disponible en: www.cofavic.org
[xxix] Gallegos Rómulo, Doña Bárbara, op. cit, pp. 103-104.
[xxx] Pellegrino, Cosimina, “Breves reflexiones sobre el aporte de la literatura para la mejor enseñanza y aprendizaje del derecho”, Revista Tachirense de Derecho, nro. 22, pp. 23-44.
[xxxi] Gómez Grillo, Elio, Apuntes sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana. Caracas: Monte Ávila Editores, 2000.
[xxxii] Disponible en http://cenal.gob.ve/?p=18852
[xxxiii] Gallegos Rómulo, Doña Bárbara, op. cit, pp. 45-46.
[xxxiv] Protagonista civil de la independencia venezolana. Diputado del Congreso Constituyente de 1881. Firmante del Acta de Independencia el 05 de julio de 1811 y de nuestra primera constitución republicana: la Constitución de 1811.
[xxxv] Yanes, Francisco, Manual político del venezolano y apuntamientos sobre la legislación de Colombia. Caracas: Asociación Académica para la Conmemoración del Bicentenario de la Independencia, 2009.
[xxxvi] Gallegos Rómulo, Doña Bárbara, op. cit, pp. 147-148.
[xxxvii] Ibídem, p. 149.
[xxxviii] Inscripción en el monumento a Marisela en el Arauca, realizado por Manuel de la Fuente.
[xxxix] Gallegos Rómulo, Doña Bárbara, op. cit, p. 377
[xl] Ibídem, p. 48.
[xli] Ibídem, pp. 394-395.
[xlii] Ibídem, p. 398