AVEDA

En recuerdo de Alejandro Nieto (a propósito de la motivación del acto administrativo)

06 de octubre 2023

José Ignacio Hernández G.

Profesor de Derecho Administrativo en la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Católica Andrés Bello

Investigador, Harvard Kennedy School

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Cuando inicié mis estudios de doctorado en la Universidad Complutense de Madrid, en 1999, se había introducido recientemente un cambio importante: ahora, los estudiantes debíamos presentar una tesina y aprobar examen oral, luego de finalizar el primer año de cursos, como paso previo a la defensa de la tesis doctoral. Esto permitiría obtener un Diploma de Estudios Avanzados y, a partir de allí, poder presentar la tesis.

El cambio, como es lógico suponer, causó algunos problemas de implementación, en la que fuimos la primera cohorte a quien se le aplicó este nuevo método. En concreto, había dudas en torno al examen que debíamos presentar, en especial, sobre si éste debía versar sobre derecho español, tomando en cuenta que una parte importante de los doctorandos proveníamos de América Latina. Al final se decidió que el examen versase sobre temas del derecho administrativo español. Junto a las cargas de la tesis, ahora me tocaba estudiar diversos temas de derecho español, incluso, respecto de materias que no había cursado en el doctorado.

Llegó así el día del examen oral, en un tribunal presidido por el profesor Dr. D. Alejandro Nieto. Imagínense ustedes la situación: un estudiante venezolano, que en pocos meses tuvo que estudiar diversos temas de derecho administrativo, tenía que presentar un examen ante un jurado presidido, ni más ni menos, que por Alejandro Nieto.

El profesor Nieto era ya, entonces, toda una leyenda en el Departamento de Derecho Administrativo, no solo por su destacada y rigurosa obra académica, sino, además —y quizás, de manera especial—por su tono deliberadamente irreverente y provocador. Obras como La organización del desgobierno[i], ponían en evidencia no solo su rigor científico, sino también su agudo sentido crítico, en especial, frente a algunos dogmas que, cómodamente posicionados, impiden valorar al derecho administrativo más allá de las apariencias. De allí su aguda observación según la cual, no siempre la Administración sirve a los intereses generales, a pesar de lo que postula la Constitución española en la materia[ii].

Por ello, cuando el profesor Nieto entraba en el Seminario Eduardo García de Enterría, se oía siempre el mismo rumor: ¡Llegó Nieto!

Se comprenderá entonces que, el entrar al salón en la cual sería examinado, estaba más que preocupado. El examen consistía en tres preguntas, seleccionadas al azar entre el largo temario. Las dos primeras preguntas fueron de esos temas de derecho administrativo que, pese a su importancia, no generan mayor interés. El tercer tema fue la motivación del acto administrativo.

 

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Al llegar al tercer tema, desarrollé los aspectos centrales de la motivación del acto, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 54 de la entonces vigente Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. El principio de motivación, definida como la sucinta referencia de hechos y fundamentos de derecho, se exigía en los seis supuestos establecidos en la norma (artículo 54).

Hasta ese momento el profesor Nieto había formulado alguna que otra pregunta, pero, a decir verdad, no había empleado su tan temido estilo agudo y crítico. Hasta la pregunta de la motivación.

Así, expliqué que bajo la Ley 30/1992, el deber de motivación solo aplica en seis supuestos del citado artículo 54. El “solo” le delató. “¿Solo?” —preguntó Nieto. “¿Es que acaso hay un deber general de motivación?” — repreguntó.

“Aquí fue” —pensé para mis adentros—. Hice entonces lo que había hecho mis exámenes orales en la Universidad Católica Andrés Bello y que he convertido en una máxima personal. Si hemos de morir, que sea como los árboles: de pie.

Así que le respondí al profesor Nieto que, en mi opinión, la motivación del acto administrativo no es únicamente un requisito formal que aplica en ciertos casos, sino un elemento intrínseco a la racionalidad de la actividad administrativa, que es además fundamental para crear confianza con las personas y así, incrementar la eficiencia de la actividad administrativa. Años después leí un libro del profesor de Yale, Jerry Mashaw[iii], con un argumento similar. Y por mi paso por la Harvard Kennedy School, pude entender la importancia de la motivación de las decisiones de la Administración desde la perspectiva de la psicología conductual[iv]. Claro está, nada de eso lo sabía yo sentado en aquel salón del Departamento de Derecho Administrativo, una mañana de mayo de 2001.

La mirada de Nieto cambió —o a mí me pareció que cambió— cuando me preguntó: “¿Y cuál es el régimen jurídico en Venezuela?”. Expliqué que, de acuerdo con el artículo 9 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos, el principio general es que “los actos administrativos de carácter particular deberán ser motivados”.

“¿Todos los actos deben ser motivados?” —preguntó incrédulo Nieto—. “¿Cuál es la razón de tan peculiar solución jurídica?”.

A partir de allí, el examen oral pasó a ser una conversación —tampoco supe eso entonces; solo lo comprendería algún tiempo después, cuando me tocó representar el rol de profesor examinador—. Arrancando con el concepto vicarial de Administración Pública, la conversación fluyó hacia la importancia de la motivación para promover la transparencia y la rendición de cuentas y así, reducir los riesgos de desviaciones en la actividad administrativa (pues, como bien sabemos, no siempre la Administración sirve a los intereses generales). Conversamos también sobre la motivación del acto administrativo desde Aristóteles, en tanto la explicación breve de los fundamentos de hecho y de derecho recuerda que la persona es un ser racional y que, para la consecución del bien común, el Gobierno también debe ser racional.

Al final terminó el examen, con una reflexión crítica a la visión de la motivación como un requisito formal que solo aplica a ciertos casos, a favor de su concepción como un elemento sustancial para promover —lo más que se pueda— el servicio objetivo a los intereses generales. Tal es la visión que, tiempo después, se daría a la motivación desde los estándares de la buena administración[v].

 

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De aquella mañana me quedó el recuerdo de la importancia del pensamiento crítico, tanto más en una disciplina como el derecho administrativo, repleta de dogmas y principios generales que, bien pensados, son irracionales.

En su biografía sobre Leonardo Da Vinci, Walter Isaac[vi] señala que personajes como Leonardo y Einstein mantuvieron una curiosidad que es común en niños, pero no en adultos, lo que les llevó a maravillarse de lo cotidiano y a indagar y cuestionar.

Esa fue, quizás, la mayor virtud de Nieto, o al menos la que yo recuerdo: su mente siempre indagaba y cuestionaba todo, en especial, dogmas como los supuestos de la motivación del acto administrativo o la “presunción de legalidad del acto” (que, a decir verdad, nunca he entendido de qué va).

 

[i] Alejandro Nieto García, La organización del desgobierno (Barcelona, Ariel, 1984).

[ii] Alejandro Nieto García, “La Administración sirve con objetividad los intereses generales”, en Sebastián Martín-Retortillo Baquer (coord.), Estudios sobre la Constitución española: homenaje al profesor Eduardo García de Enterría, vol. 3, (Madrid: Civitas, 1991): 2185-2254.

[iii] Jerry L. Mashaw, Reasoned Administration and Democratic Legitimacy: How Administrative Law Supports Democratic Government, (Cambridge:  Cambridge University Press. 2018).

[iv] Ver: https://www.hks.harvard.edu/centers/mrcbg/programs/growthpolicy/nudge-theory-pioneer-answers-his-critics

[v]  Jaime Rodríguez-Arana y José Ignacio Hernández G. (coord.), Estudios sobre la buena administración en Iberoamérica (Caracas: Editorial Jurídica Venezolana, 2017).

[vi] Walter Isaacson, Leonardo Da Vinci, (Nueva York: Simon & Schuster, 2017)

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