10 de mayo de 2021
Dra. Raquel Cynthia Alianak
Profesora Titular de Derecho Administrativo. Facultad de Derecho (Universidad Nacional de Rosario, República Argentina). Master on Comparative Law (University of San Diego, U.S.A.)
Dos grandes temas y graves problemáticas se encuentran involucradas en el título del trabajo.
Por un lado ―desde la óptica de las transformaciones administrativas, en pos de una buena administración en materia de contratación pública― nos referimos a la gestión del contrato, que hoy más que nunca debe ser enraizada en la gestión por resultados, ―primordialmente en la etapa de ejecución contractual―, para el logro de un equilibrio justo, ponderado y armónico de los intereses públicos y privados involucrados, a través de un status de desenvolvimiento contractual que logre efectivamente el cumplimiento de los fines específicos de interés general involucrados en el objeto de esa contratación.
Por otro lado ―desde la mirada de las necesidades públicas, relacionadas con derechos sociales fundamentales que aún en el siglo XXI no cubren ni siquiera un mínimo existencial fisiológico―el gran tema involucrado es el de políticas públicas y sus prioridades, así como el de las herramientas necesarias para su concreción efectiva, dentro de las cuales el contrato público constituye y constituirá uno de los pilares esenciales para llevarlas a cabo y a buen puerto; esto es, con resultados que sean visibles y medibles, con rendición de cuentas a la sociedad.
Cass Sunstein, en su libro “The Second Bill of Rights: la visión de Franklin Roosevelt y por qué necesitamos eso más que nunca”, ha señalado claramente, cómo a pesar de la obvia trascendencia de los derechos económicos y sociales, estos permanecen aún hoy con serias fisuras para su concreción efectiva, por variables relacionadas “con el más movedizo de los suelos políticos en el que los derechos arraigan, el del presupuesto anual, erizado de transacciones y concesiones de esa índole[1]”.
El autor advierte la dicotomía visible entre la satisfacción que sienten la mayoría de las modernas democracias en Estados constitucionales de Derecho por el modo en que defienden los derechos civiles y políticos; y por el otro, cómo enmudecen cuando reflexionan acerca del modo en que protegen la salud, o las condiciones de vivienda digna para los habitantes más vulnerables de la comunidad.
Sustein recuerda a Franklin Roosevelt y el discurso que pronunciara el 11/01/1944 sobre su compromiso con los derechos sociales, en plena segunda guerra mundial, señalando que el país había defendido los derechos a la vida y a la libertad, pero que la nueva base de prosperidad debería fundarse en el derecho al trabajo útil y remunerado; el derecho a ganar lo suficiente para disponer de comida, ropa y recreación adecuadas; el derecho de toda familia a vivienda digna; el derecho de asistencia médica adecuada y a la oportunidad de lograr y gozar de buena salud; el derecho a una vejez sin penurias con protecciones frente a la enfermedad, accidentes y desempleo. Y finalmente, el derecho a una buena educación, como nuevas metas de bienestar humano.
Ahora bien, si emprendemos un salto al actual siglo XXI, y verificamos el grado real de cumplimiento de esos compromisos y extraordinarios valores, nos encontramos ―tal como se ha visualizado aún más la pandemia de COVID-19― con falencias estructurales y necesidades indolentemente desatendidas durante muchísimos años: inexistente accesibilidad a estándares dignos para desarrollarse como persona humana; sustentabilidad habitacional cero; infraestructura mínima cero.
La sustantividad de estos derechos operativos, por un lado, y su desatención por el otro, representa una lesión a las expectativas de los habitantes.
La Constitución argentina, en el art. 75 inc 23, impone al Congreso el deber de legislar y promover medidas de acción positiva para garantizar el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales de derechos humanos.
Y he aquí, entonces, mi punto de anclaje a uno de los ejes fundamentales del trabajo, las necesidades públicas exacerbadas a partir de la pandemia, los derechos sociales fundamentales insatisfechos, la buena administración y la necesidad de transformaciones administrativas sustanciales, que pongan una mirada efectiva y eficaz en esas cuestiones.
En primer lugar, el Estado tiene el deber preeminente de honrar la confianza legítima que los ciudadanos depositan en sus gobernantes, acerca de que los planes, programas y políticas públicas para dar satisfacción a las prioridades que hacen a la dignidad humana se harán realidad; ello así, a fin de que no constituyan meras expresiones voluntaristas de deseos, expuestas en la mayoría de las campañas políticas.
Pues debemos tener en cuenta que las políticas públicas deben diseñarse con miras puestas en el grado y jerarquía en que los derechos son valorados por el ordenamiento jurídico, respetando entonces las prioridades que la Constitución y los instrumentos internacionales asignan a la satisfacción de los derechos fundamentales.
En segundo lugar, no se ha repensado en el siglo XXI, y eso es una falencia enorme, el alcance que debe tener el “mínimo existencial”, de íntima relación con la concreción de los derechos sociales.
En tercer lugar, el olvido olímpico del principio de progresividad de los derechos sociales ―incorporado en instrumentos internacionales―, absolutamente desvirtuado, con sólo remitirnos a las pautas delineadas en opiniones de los órganos de aplicación de esos instrumentos internacionales, de obligatorio seguimiento para los Estados parte, e incumplidas por muchos de ellos.
El principio de progresividad impone al Estado el deber de mejorar su nivel de compromiso para garantizar derechos, destinando mayores recursos a programas para el desarrollo económico social.
Las recomendaciones y observaciones del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas nos obliga a reflexionar, cuál ha sido “la medida de lo posible” ―conforme al estándar que señala el Pacto y de acuerdo a los recursos con los que cuenta o ha contado el Estado―; y cómo se ha rendido cuentas de los mayores esfuerzos realizados o de las decisiones de política pública presupuestaria adoptadas y de la asignación de recursos.
Las observaciones del Comité ―en su opinión del año 2007― indican los niveles esenciales que respecto a cada derecho reconocido deben ser cumplidos, señalado la necesidad de analizar si un Estado ha adoptado medidas deliberadas y concretas; si la decisión de no asignar recursos disponibles se ajustó a las normas internacionales sobre derechos humanos; o si ―de existir varias opciones en materia de normas― se inclinó por adoptar la menos limitativa a los derechos reconocidos en el Pacto; cuál fue el marco cronológico en que se adoptaron las medidas; si tuvo en cuenta la situación precaria de grupos marginados, o situaciones de riesgo o peligro.
De manera tal que, el tema de las prioridades en las políticas públicas no es menor, pues estamos acostumbrados a observar una vertiente que encara los programas públicos como subsidios y/o ayudas estatales a los sectores de gran vulnerabilidad social o con pobreza relevante, como mera ayuda coyuntural para mantener una clientela cautiva que sirve a la política de turno.
Por el contrario, lo deseable es que se trate de programas o planes de crecimiento sostenible en infraestructura de servicios necesaria e imprescindible ―cloacas, agua potable, etc.―, en infraestructura habitacional ―viviendas sociales para erradicar las villas miserias, el hacinamiento―. En este caso, el tópico sustancial para pensar en estas épocas, es cómo pueden llevarse a cabo con escasos recursos que tiene y tendrá en la post pandemia el Estado, a nivel nacional, provincial, municipal y comunal.
De todos modos, esta problemática no se reduce a una mera cuestión presupuestaria, pues son las fuerzas políticas y los actores de la sociedad ―organizaciones de la sociedad civil, universidades, ciudadanos, empresas, cámaras―los que deben encontrar lo que John Rwals explicó ya hace tiempo como el consenso superpuesto, para diseñar la agenda pública de modo consensuado sobre las compensaciones que se podrán plasmar en pos de una justa proporcionalidad de justicia distributiva, y con la transparencia necesaria para acordar acerca de las pautas y principios que sustentarán las decisiones sobre los recursos destinados a la satisfacción de aquellas necesidades públicas.
Este proceso debe sostenerse también en un valor esencial: la solidaridad en la gestión del interés general, al que debe contribuir esa interrelación Estado-sociedad civil, fijando prioridades ineludibles a satisfacer y programas para su concreción, como modo de realización colectiva.
Dicha tarea implica una ponderación de derechos muy compleja, en esa interrelación compleja que nuestra Corte Nacional ha señalado como existente entre los acreedores de estas prestaciones, el deudor de aquéllas ―el Estado― y la comunidad que soporta la carga, y a la vez reclama otros muchos y variados derechos.
Por ende, en el diseño de las políticas públicas, la razonabilidad estará relacionada con el respeto de los principios de igualdad democrática, pero a la vez de diferencia protectora hacia los sectores excluidos y de mayor vulnerabilidad, para llegar a “composiciones” ―como expresa Zagrebelsky[2]― en las que haya espacio no sólo para una sino para muchas razones.
En este sentido, la reactivación de inversión en infraestructura de carácter social y sostenida a través de la contratación pública constituye una de las herramientas para concretar dichos objetivos, produciendo un efecto multiplicador al garantizar empleo, de modo directo e indirecto, así como equidad en la ciudadanía.
En materia de infraestructura, hay falencias relevantes en agua, saneamiento, vivienda social. Deben programarse objetivos de corto y largo plazo, con proyectos que tengan prioridad, lo que demandará eficacia en la aplicación de los recursos públicos destinados a obras que sean útiles, necesarias y oportunas.
En las adquisiciones públicas, deviene la necesidad de utilizar convenios marco y ordenes de compras consolidadas, a fin de coordinar esfuerzos en la gestión contractual, para lograr eficacia y mejores precios.
Asimismo, resulta necesario implementar otro tipo de programas para obras necesarias de menor escala en las que se otorguen preferencias ―superadoras a las que existen actualmente― a estructuras organizacionales como Pymes; que cuenten con posibles reservas de mercado de hasta determinados montos del presupuesto, por ejemplo, para adquisición de bienes o para obras de vivienda y edificios públicos ―tal es el caso de la Ley de Compre Argentina actual[3]―.
Lo expresado viene de la mano con la necesidad de planes de integridad en el Estado en materia de contratación pública.
La Ley de Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas[4] impone a quienes sean oferentes, proveedores, contratistas o concesionarios del Estado nacional, el deber de contar con un Programa de Integridad.
Del mismo modo, debo destacar la importancia de que el sector público también elabore sus Programas de Integridad, y el puntapié inicial en tal sentido fue dado por la Decisión Nro. 85/18 de la Jefatura de Gabinete de Ministros Nacional, en relación a las pautas de Buen Gobierno para las empresas con participación estatal mayoritaria y otros entes públicos.
Ello constituye una relevante y necesaria transformación administrativa que debe darse en el futuro, pues ya durante la pandemia han quedado en evidencia severas falencias, por ejemplo; en contrataciones directas por emergencia en materia de alimentos de la canasta básica, o en materia de insumos médicos, en las cuales existieron irregularidades en torno a la calidad de las prestaciones, a los precios abonados, a su distribución efectiva.
El mapeo de riesgos que el Estado y sus entes deben realizar, permite identificar situaciones en las que exista probabilidad que se presente o se incremente alguna conducta irregular, a fin de adoptar las medidas de prevención que sean eficientes, con protocolos concretos de actuación para las áreas del ente público encargadas de la gestión del contrato, desde el procedimiento de selección hasta su finalización.
La implementación de estos programas de integridad en contratación pública, tienen desarrollo en el Derecho comparado, como por ejemplo en España, el del Ayuntamiento de Vigo, el cual contempla una serie de estadios a prever a la hora de su diseño e implementación, y con fechas precisas para su concreción efectiva, en torno a: (i) objetivos; (ii) acciones necesarias para cumplimentarlos; (iii) responsables políticos y técnicos para llevarlos a cabo; (iv) equipos de trabajo; (v) dedicación horaria para su implementación; (vi) costos externos (vii) medios ajenos o propios involucrados; y por último, su seguimiento y los indicadores para su medición eficaz.
Y aquí, entonces, volviendo al comienzo de este trabajo, la necesidad de integrar la gestión de resultados a la plataforma de contratación.
La Decisión Administrativa N° 85/18 de Jefatura de Gabinete de Ministros en Argentina lo contempla en relación a empresas públicas organizadas bajo formas societarias, con base en siete ejes primordiales, muchos de los cuales cuentan con algún tópico referido a la contratación administrativa y su gestión por resultados:
En el Eje “desempeño económico”, por ejemplo, se dispone la necesidad de basar la gestión en resultados, destacando la relevancia de rendiciones de cuentas sobre la ejecución del presupuesto y asimismo, sobre el cumplimiento de las metas; respecto a este último supuesto, también se postula la necesidad de determinar las consecuencias frente al incumplimiento de los objetivos trazados.
Por su parte, el Plan Nacional Anticorrupción desarrollado en el Decreto N° 258/19 del Poder Ejecutivo Nacional, del 10/04/2019, contiene 250 iniciativas para ser llevadas a cabo entre 2019 a 2023; y en torno al tema “Transparencia y Buen gobierno” se advierte claramente la alineación de la contratación con la gestión por resultados, contemplando ―como algunas de las iniciativas―la “Mesa participativa del sistema de gobernanza en la contratación de Obras públicas”; la “Elaboración de un Mapa interactivo de Gestión de Proyectos y Obras públicas” ―creando un circuito administrativo de trazabilidad para la gestión de esos contratos―.
Por lo tanto, estamos refiriendo a la contratación pública dentro de un marco estratégico integrado por estos ejes: (I) Trabajar con las personas; (II) Sacarle partido a la tecnología; (III) Racionalizar y reforzar integridad en los procesos; (IV) Introducir criterios de mejora continua.
Desde otra óptica, en torno a la contratación pública en la situación de emergencia sanitaria por Covid-19, existen tópicos que han sido abordados en innumerables seminarios desarrollados en este tiempo, relacionados con la necesidad de control en tiempo real de dichas adquisiciones, con la debida transparencia, con la rendición de cuentas necesarias y eficaces. Sin embargo, existe un tema no tratado que a mi juicio resulta de fundamental relevancia: el relacionado con la logística.
Ha quedado demostrado en Argentina la inexistencia de un tratamiento regulado de la logística; y ello no es un tema menor. A poco que verifiquemos la normativa especial contractual dictada como consecuencia de la pandemia por el Poder Ejecutivo Nacional y por la Oficina Nacional de Contrataciones, para concluir que dicho aspecto de trascendental importancia en estas épocas de emergencia y de urgencias ha sido olvidado. Resulta necesaria una mayor coordinación entre los organismos públicos, organismos intermedios y la sociedad a la que deben llegar esos bienes o servicios adquiridos, y para ello la instrumentación de la logística es tema pendiente.
Otro punto que no debemos olvidar en materia de contratación pública, y en el seno de la pandemia, es el relacionado con los contratos vigentes que se encuentran paralizados por causas no imputables al contratista, y que, además, en algunas provincias, como por ejemplo la Provincia de Santa Fe, se encuentran abarcados por la Ley Provincial de Declaración de Estado de Necesidad Pública N° 13977.
Dicha normativa sancionada por el Poder Legislativo de Santa Fe a fines del mes de marzo de 2020, postula ―como principio general― la renegociación de esos contratos, previo acuerdo de partes que se sostenga en el equilibrio entre la optimización de los recursos del Estado y los intereses particulares. De no llegarse a un acuerdo, procederá la rescisión de aquellos.
Los procedimientos de renegociación al mes de septiembre de 2020, aún no habían comenzado, lo cual permite verificar la extrema demora incurrida por los comitentes públicos. Dichas renegociaciones deberán constituir un ámbito razonable y mesurado, tal como lo propone la norma legal, de equilibrio entre los intereses públicos y particulares, a través de una actuación de buena fe, con lealtad, y sin ejercicio abusivo de derechos, a fin de dar solución eficaz a esas problemáticas.
Cada contrato tiene una situación particular a partir de las vicisitudes en él producidas, que deberán ser ponderadas en la renegociación, a través de acuerdos sostenidos en el consenso activo y en ese “equilibrio” al que alude la ley, lo cual implica una mirada superadora en la búsqueda de alternativas y soluciones para la continuidad de los contratos que puedan así serlo.
Las renegociaciones o ―en su caso― las rescisiones contractuales en este marco, deberán respetar los derechos y garantías constitucionales y convencionales de los colaboradores del Estado, con salvaguarda del principio constitucional y supranacional de justa indemnización ―Convención Americana de Derechos Humanos, Art. 21 apart 2 y Art. 63 apart 1―, en el Estado Constitucional, Social, y Convencional de Derecho.
Ese equilibrio al que me he referido, creo que debe ser parte también de una transformación en el modo de gestionar la ejecución contractual en el futuro, mediante una articulación armónica del proceso contractual, con mayor cooperación entre los protagonistas público y privados, con la posibilidad de mayores consensos en tópicos sustantivos, mayor previsibilidad para ambas partes, mayores acuerdos mutuos de buena fe; es decir, una visión dinámica, abierta y dialogal en el contrato. Creo que resultan necesarios a futuro, tiempos de consenso, de concertaciones explícitas.
Esta perspectiva diferente constituye una oportunidad para revisar los alcances del “régimen jurídico exorbitante del derecho privado” ―como propio de la contratación pública, con preeminencia en algunos casos de las potestades o prerrogativas estatales―, pues los intereses de la sociedad que se propone atender el objeto del contrato, mejor se satisfacen utilizando, además, el consenso activo y acuerdos de buena fe en tópicos esenciales; honrando la confianza legítima que ambas partes se deben mutuamente; a partir también de una mayor predictibilidad y mayor previsibilidad para ambas, sobre todo en la fase de ejecución; a través de una real colaboración mutua y eficaz; con plena vigencia de la tutela administrativa efectiva en el ámbito contractual; con criterios objetivos de interpretación y aplicación de la documentación contractual; con una mayor participación y coordinación equilibrada de ambas partes; y por supuesto, con la utilización de las tecnologías de información y comunicación, para abordar con mayor transparencia todo el proceso contractual, incorporando además pautas de sostenibilidad en lo ambiental, laboral. ético y social. Por último, creando condiciones para fomentar la innovación en obras, servicios y suministros; y finalmente, con una necesaria evaluación de los resultados de la contratación y la auditoría de sus costos.
El equilibrio al que me refiero se encuentra, por ejemplo, plasmado en la Ley de Contratos Públicos de Colombia[5], al señalar el deber de actuación de la Administración Pública de tal modo que por causas imputables a ella, no sobrevenga una mayor onerosidad en el cumplimiento de las obligaciones a cargo del contratista. A esos fines, se le impone el deber de corregir en el menor tiempo posible los desajustes que pudieren presentarse, así como de acordar con los co-contratantes mecanismos y procedimientos pertinentes para precaver o para solucionar rápida y eficazmente las diferencias o situaciones litigiosas que pudieran llegar a presentarse.
Como contrapartida, y en pos de tal equilibrio, al contratista se le impone el deber de colaborar con los entes estatales para que el objeto del contrato se cumpla y que sea de la mejor calidad; el deber de obrar de buena fe y con lealtad en las distintas etapas contractuales, evitando dilaciones o entrabamientos que pudieren presentarse.
Creo que se trata de una regulación relevante, porque procura la conservación del contrato, debiendo ambas partes realizar los máximos esfuerzos para que se logren los fines públicos involucrados en dicho acto jurídico.
Otro aspecto que me parece interesante introducir en futuras transformaciones regulatorias, pues aporta previsibilidad a las partes, es el contenido en la Ley N° 1150 del año 2007 de Colombia[6], al prever la distribución de riesgos en los contratos estatales, debiendo incluir los pliegos de condiciones la estimación, tipificación y asignación de los riesgos previsibles involucrados en la contratación; así como la oportunidad, antes de la presentación de ofertas, para revisar la asignación de riesgos, en pos de su distribución definitiva.
En síntesis, en épocas de democratización de la actividad administrativa con activa participación ciudadana en el diseño, elaboración y evaluación de políticas públicas; en épocas de consultas públicas obligatorias, como estadios previos a la adopción de decisiones administrativas de alcance general y particular ―en tarifas de servicios públicos; en evaluación de estudios de impacto ambiental y de planes y programas de ordenamiento ambiental del territorio, etc―, considero entonces que debe darse una modificación importante en esta temática contractual pública.
Si bien la expresión “régimen jurídico exorbitante del derecho privado” fue concebida para reflejar un equilibrio entre potestades de la Administración y los derechos de los contratantes, en la actualidad debe ser reconfigurada en su dimensión y alcances, desde que corresponde que englobe otras dinámicas de actuación de consenso, de búsqueda de las soluciones más convenientes y posibles, y de real colaboración, encaminadas al logro eficaz de los intereses y necesidades de la sociedad involucrados en el contrato, finalidad ésta trascendente, y no otra, que diferencia a los contratos públicos de los del derecho común.
En definitiva, tal como concluye Adam Przeworsky su libro “Qué esperar de la democracia”, “debemos reconocer que el hecho de que las cosas puedan mejorarse no siempre significa que vayan a mejorar. Pero algunas reformas son urgentes y muchas de ellas, posibles[7]”.
[1] SUSTEIN, C y HOLMES, S. (2011) El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos. Buenos Áires: Siglo XXI Editora Iberoamericana.
[2] ZAGREBELSKY, G. (2011), “El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia”, Editorial Trotta S.A.
[3] Ley N° 27437 de Compre argentino y desarrollo de proveedores (Boletín Oficial de la República Argentina del 10/05/2018)
[4] Ley núm. 27401, de 8 de noviembre de 2017, que modifica el Código Penal y el Código Procesal Penal de la Nación, y establece el régimen de responsabilidad penal aplicable a las personas jurídicas privadas por determinados delitos. (Boletín Oficial de la República de Argentina Nro. 33.763 del 1/12/2017)
[5] Ley 80/93 del 28/10/1993, Estatuto General de Contratación de la Administración Pública.
[6] Diario Oficial de Colombia N° 46.691, Ley 1150 de 2007 del 16/07/2007, por medio de la cual se introducen medidas para la eficiencia y la transparencia en la Ley 80 de 1993 y se dictan otras disposiciones generales sobre la contratación con Recursos Públicos.
[7] PRZEWORSKI, A. (2010). Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.