10 de mayo de 2021
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo. Director del grupo de Investigación de Derecho Público Global
Los valores constitucionales son centrales para comprender el sentido de la reforma integral de la Constitución que debiera afrontarse, si es que se da el clima de entendimiento necesario para ello.
En efecto, los valores y principios conforman la sustancia constitucional que nos interesa. Donde reside el espíritu constitucional, el centro de donde procede el dinamismo y las virtualidades de la Constitución. Es ese conjunto de valores o de vectores ―recogidos tanto en el preámbulo como en el articulado― que dan sentido a todo el texto constitucional y que deben impregnar el régimen jurídico y el orden social colectivo. Es decir, se trata de las directrices que deben guiar nuestra vida política, no sólo la de los partidos, la de todos los españoles, nuestra vida cívica.
En el preámbulo constitucional, como es bien sabido, se señalan, en primer lugar, la justicia, la libertad y la seguridad como los tres valores constitucionales más importantes. En la idea de justicia late la convicción de que hay algo debido al hombre, a cada hombre. Por encima de consideraciones sociológicas o históricas, más allá de valoraciones económicas o de utilidad, el hombre, el ciudadano, cada vecino, se erige ante el Estado, ante cualquier poder, con un carácter absoluto: esta mujer, este hombre, son lo inviolable; el poder, la ley, el Estado democrático, se derrumbarían si la dignidad de la persona no fuere respetada.
En la preeminencia de la libertad se está expresando la dignidad del hombre, constructor de su propia existencia personal solidaria. Y finalmente, la seguridad, como condición para un orden de justicia y para el desarrollo de la libertad, y que cuando se encuentra en equilibrio dinámico con ellas, produce el fruto apetecido de la paz.
El segundo de los principios señalados en el preámbulo constitucional, siguiendo una vieja tradición del primer constitucionalismo del siglo diecinueve ―una tradición cargada de profundo significado―, es el principio de legalidad o juridicidad. Mejor principio de juridicidad porque el poder público se somete a la Ley, y al Derecho. La ley es y debiera ser, la expresión de la voluntad popular. La soberanía nacional se manifiesta a través de la ley. El principio de legalidad no significa otra cosa que respeto a la ley, respeto al proceso de su emanación democrática, y sometimiento a la ley, respeto a su mandato, que es el del pueblo.
En virtud del principio de juridicidad el Estado de Derecho sustituye definitivamente a un modo arbitrario de entender el poder. El ejercicio de los poderes públicos debe realizarse en el marco de las leyes y del Derecho. Todos, ciudadanos y poderes públicos, están sujetos ―así lo explicita el artículo 9 de la Carta Magna― a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Por eso, el imperio de la Ley supone la lealtad constitucional e institucional, concepto central del Estado de Derecho que hoy también debemos recordar.
El principio de juridicidad tiene una profunda significación porque desde la llegada del Estado de Derecho el poder público, y por ello la Administración pública, han de caminar en el marco de la ley, de forma y manera que la subjetividad reinante en el Antiguo Régimen, se sustituye ahora por la objetividad y racionalidad desde las que la ley y el reglamento operan para el mejor servicio a los intereses generales.
No podía ser de otra manera: la justicia, la libertad y la paz son los principios supremos que deben impregnar y orientar nuestro Ordenamiento jurídico y político. Respetar la ley ―la ley democrática emanada del pueblo y establecida para hacer realidad aquellos grandes principios― es respetar la dignidad de las personas, los derechos inviolables que les son inherentes, el libre desarrollo de sus existencias personales y en sociedad.
El Estado de Derecho, el principio de legalidad así entendido, el imperio de la ley como expresión de la voluntad general, deben, pues, enmarcarse en el contexto de otros principios superiores que le dan sentido, que le proporcionan su adecuado alcance constitucional. No hacerlo así, supondría caer en una interpretación mecánica y ordenancista del sistema jurídico y político, privando a la ley de su capacidad promotora de la dignidad del ciudadano. Y una ley que en su aplicación no respetara ni promoviera efectivamente la condición humana ―en todas sus dimensiones― de cada ciudadano, sería una norma desprovista de su principal valor.
En el tercer inciso del preámbulo de la Constitución se plantea la cuestión de los derechos humanos y el reconocimiento de la identidad política y cultural de los pueblos de España, al señalar la necesidad de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas, tradiciones, lenguas e instituciones”.
Este principio general expresado en el preámbulo se ve traducido en el artículo 2 de Constitución, en el reconocimiento de la identidad política de los pueblos de España, al garantizar el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación española, así como la solidaridad entre todas ellas, lo que se ha concretado, tras más de tres décadas de desarrollo constitucional, en un modelo de Estado que goza de una razonable consolidación y estabilidad, como lo prueba la cantidad y calidad de las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas.
Y desde luego que, para muchos de nosotros, este respaldo jurídico-político a la realidad plural de España es uno de los principales aciertos de nuestra Constitución y un motor para nuestro progreso cultural y político, que por supuesto, admite nuevos impulsos y nuevas formas de relación a plasmar en la reforma constitucional que precisamos.
El juego y la relación existentes entre el principio de unidad y el de autonomía, reconocidos constitucionalmente, producen lógicas tensiones que deben superarse precisamente a partir del equilibrio dinámico en que se concreta la esencia del modelo autonómico. Ante estas tensiones es necesario el sentido común y al acuerdo como metodología para el desarrollo constitucional. Particularmente en este punto ―en lo referente al Título VIII― porque nos encontramos ante una cuestión que afecta esencialmente a la misma concepción del Estado.
Ahora, pensamos que es momento de revisar el funcionamiento del modelo y de proponer algunos ajustes que permitan que pueda funcionar mejor al servicio de los ciudadanos. Es el caso, por ejemplo, de mejorar el autogobierno de las Autonomías, de la posición institucional de los Entes locales, de la reforma del Senado, de la financiación (…). Todo ello en el marco de los principios de unidad, autonomía, integración y solidaridad, principios que son lo suficientemente amplios y flexibles como para que se busquen soluciones equilibradas que mejoren nuestro sistema.